Comentario sobre Vaso zoomorfo
Este vaso de cerámica es la figura de bulto de un jaguar (
Panthera onca), llamado tigre por los criollos,
yaguareté en guaraní,
nahuel en mapudungun y
uturuncu en quechua y aymara. Es el felino más grande del hemisferio occidental y habita un extenso espacio americano que va desde México a la Argentina; prefiere la selva densa y húmeda, pero también se instala en paisajes abiertos y boscosos. Por su peligrosa belleza y su ferocidad como implacable depredador, el jaguar fue incorporado al mundo simbólico de casi todas las sociedades originarias de América. Aun en regiones donde su presencia física era lejana, como en la Patagonia meridional, las pinturas rupestres testimonian la realidad mítica del
Nahuel (1).
En el jaguar modelado de la colección del MNBA el artista indígena eligió cuatro elementos para representar al
uturuncu: los grandes dientes y colmillos de la boca, las manchas de la piel, las garras y una larga cola. Aun cuando las extremidades posteriores no fueron modeladas, el observador entiende que el animal está sentado sobre las patas traseras. En el Noroeste argentino esta metáfora del
uturuncu se usó en diversas representaciones artísticas desde por los menos unos cinco siglos antes de Cristo y hasta finales del primer milenio de nuestra era. La encontramos en los vasos zoomorfos cónicos (“zeppelines”), en los motivos incisos que cubren la superficie externa de los jarros de cerámica negra y también en placas de bronce y objetos de piedra tallada (2).
No se trataba de obtener un objeto bello, ni tampoco de describir la naturaleza. El
uturuncu era, en realidad, un relato que ponía en juego una concepción del mundo.
Desde una perspectiva que reúne tanto la arqueología, la etnografía y el folklore como la historia colonial (3), el rincón noroeste de la actual Argentina formó parte de lo que los arqueólogos definieron como el área andina, donde se fue construyendo una tradición histórica y cultural compartida y reelaborada por las sociedades que allí vivían. De esta tradición interesa aquí el culto solar y el empleo ritual de alucinógenos.
En las sociedades originarias el Sol (
punchao), en cuanto deidad central del panteón religioso andino, fue representado como un personaje antropomorfo y, por lo general, asociado a la imagen del
uturuncu. En los Andes el núcleo más intenso y activo del paisaje sagrado se localizaba en el lago Titicaca, particularmente en la isla homónima (hoy Isla del Sol), donde, según el mito, brilló por primera vez el Sol.
Titicaca en aymara significa la “peña donde anduvo el gato [felino] y dio gran resplandor”; el apelativo subrayaba el lugar preeminente que tenía el felino, en particular el
uturuncu o
yaguareté, en el campo simbólico del culto solar (4).
Desde mucho antes del inicio de la era cristiana, la isla Titicaca ya era uno de los más venerados santuarios andinos. Durante la hegemonía del Estado de Tiwanaku (500-1100 d. C.) se construyeron allí recintos ceremoniales consagrados al culto del Sol, y a partir del siglo XV los incas transformaron el área en un espacio monumental de carácter estatal (5).
El arte que se desarrolló en el lapso de más de 1500 años durante el cual la hegemonía política sobre el espacio sagrado del Titicaca fue ejercida por el Estado de Tiwanaku-Wari, y luego por el Tawantinsuyu, muestra la persistencia de la representación de los felinos junto a la figura antropomorfa central, en muchas ocasiones bajo la advocación del “sacrificador”: en una mano empuña un hacha y de la otra cuelga una cabeza trofeo. Sin embargo, este arte profundamente adherido a la trama del culto solar no es un reflejo mecánico de la iconografía canónica de la cuenca del lago Titicaca, sino que, por el contrario, se trata de reelaboraciones hechas sobre la base de la propia memoria histórica.
Por otro lado, el uso ritual de alucinógenos consistía en el consumo de las semillas de las vainas del cebil o
vilca (
Anadenanthera colubrina): un árbol imponente que crece en las selvas y bosques (yungas) sobre la falda oriental lluviosa de los Andes. Las semillas se tostaban y molían, el polvo así obtenido se fumaba en pipas, se aspiraba por la nariz o se mezclaba con alguna bebida fermentada. Producía un estado de alucinación que franqueaba el acceso al mundo sagrado o bien permitía la alteración del propio ser; en el caso de la pieza que analizamos se trata de la transformación de un hombre en jaguar, en un
runa-
uturuncu (6).
El uso de alucinógenos en contextos rituales produjo su propia cultura material, cuyos ejemplares más interesantes quizá sean los vasos modelados en cerámica que representan al jaguar, como esta pieza de la colección del MNBA. Corresponden a un momento temprano de la historia (entre varios siglos antes de nuestra era y los comienzos del primer milenio después de Cristo) y pertenecen a diversos contextos culturales, lo que lleva a pensar en una cosmovisión andina ampliamente compartida en el Noroeste argentino. Estas representaciones del
uturuncu debían conformar el patrimonio material de aquellos investidos de poder, quienes bebían ritualmente la
vilca para transponer los límites de la naturaleza hasta alcanzar otra realidad y, asimismo, convertirse en el antepasado que aportaba legitimidad en el surgimiento de un sistema social basado en la desigualdad hereditaria.
En el folklore del Noroeste argentino perdura la tradición indígena referida a la transformación del hombre en
uturuncu. Testimonios del siglo XIX recogidos en Santiago del Estero y Catamarca afirman la existencia del
runa-uturuncu. Una creencia idéntica es la del tigre
capiango de la misma región; en sus memorias de las guerras civiles argentinas, el general unitario José María Paz refiere que antes de la batalla de La Tablada, en los arrabales de la ciudad de Córdoba, hubo 120 deserciones debido al rumor circulante de que Facundo Quiroga, su adversario federal, tenía entre sus hombres 400
capiangos capaces de transformarse en
uturuncu (7).
por José Antonio Pérez Gollán
1— Fernando Ramírez Rozzi, “La cueva de los yaguareté”, Ciencia Hoy, Buenos Aires, vol. 12, nº 72, 2003, p. 12-19.
2— Alberto Rex González, Cultura La Aguada del Noroeste argentino (500-900 d. C.) 35 años después de su definición. Buenos Aires, Filmediciones Valero, 1998.
3— Alberto Rex González, Arte, estructura y arqueología. Análisis de las figuras duales y anatrópicas del N.O. argentino. Buenos Aires, Nueva Visión, 1974.
4— José Antonio Pérez Gollán, “Iconografía religiosa andina en el Noroeste argentino”, Boletín del Instituto Francés de Estudios Andinos, Lima, vol. 15, nº 3-4, 1986, p. 61-72.
5— Brian S. Bauer y Charles Stanish, Ritual and Pilgrimage in the Ancient Andes. The Islands of the Sun and the Moon. Austin, University of Texas Press, 2001.
6— José Antonio Pérez Gollán e Inés Gordillo, “Religión y alucinógenos en el antiguo Noroeste argentino”, Ciencia Hoy, Buenos Aires, vol. 4, nº 22, 1993, p. 50-63; Pérez Gollán y Gordillo, “Vilca/Uturuncu. Hacia una arqueología del uso de alucinógenos en las sociedades prehispánicas de los Andes del Sur”, Cuicuilco. Revista de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, México D.F., nueva época, vol. 1, nº 1, 1994, p. 99-140.
7— José María Paz, Memorias póstumas. Buenos Aires, Emecé, 2000, t. 1, p. 480.
Bibliografía
1977. GONZÁLEZ, Alberto Rex, Arte precolombino de la Argentina. Introducción a su historia cultural. Buenos Aires, Filmediciones Valero, p. 162, reprod. byn nº 99, p. 161.